Por Camilo Gómez
Columnista noticiaslosrios.cl
Los crímenes como el reciente caso de Ámbar suelen levantar discusiones sobre cómo nuestra sociedad debe enfrentar estos horrendos hechos. Por un lado, la idea de prevenir que estos sucesos vuelvan a ocurrir y que los responsables tengan una justa retribución por su crimen. Entonces algunas voces se alzan para pedir que se reinstaure la pena de muerte como respuesta a esta necesidad y es lo que hemos visto estos días en amplias defensas y debates sobre el tema en donde los partidarios de la pena de muerte abogan por matar a los delincuentes como acto de justicia.
Sin embargo, la justicia es una palabra peligrosa. Es un noble ideal para el cual creamos instituciones, establecemos sistemas penales y formas de distribuir las cargas sociales y los beneficios. Sabemos que no hay un sistema perfecto, infalible ni absolutamente justo, pero sin duda la justicia es un objetivo en sí mismo que las sociedades sanas tienden a perseguir como base de su funcionamiento. No obstante, la palabra justicia muchas veces es usada para justificar un retroceso en lo que se acaba de señalar, sobre todo cuando escuda en su acepción un profundo interés en la venganza, la idea de la ley carnicera “cortar la mano a los ladrones, castrar a los violadores y asesinar a los asesinos”.
A este tipo de sanciones son las llamadas “retributivas” y es tal vez la forma más básica y antigua de castigar al malhechor, el conocido “ojo por ojo”. Pero las penas (sanciones penales) pueden cumplir varios fines, y es toda un área de estudio del derecho penal en la que no es necesario ahondar, salvo para señalar que uno de los principales fines de la pena en los Estados modernos son los que buscan la prevención o disuasión.
Se entiende por disuasión cuando una pena (cárcel, multa o pena de muerte en este caso) produce un efecto psicológico en la sociedad, es decir “si yo hago algo considerado malo por la sociedad, me castigarán”. Pero, para que ello surta efecto, su aplicación debe ser lo suficientemente frecuente para dar el mensaje (por eso que la mayoría no roba, porque sabe que si lo atrapan, lo procesarán ya que hay muchos ejemplos), sin embargo, la pena de muerte no tiene la suficiente frecuencia, por su carácter de pena máxima, como para ser disuasiva. Para ello, tendría que aplicarse a destajo y matar a cientos de personas para causar el efecto psicológico disuasivo. Esto en la práctica consiste en aterrorizar a la población, como pasa en Filipinas o Singapur con su aplicación, en que las policías antidrogas matan sin necesidad de debido proceso (juicio) a quienes encuentran en delitos de narcotráfico, lo que se ha prestado para abusos en que la policía tiene derecho a matar sin justificarse.
Sobre esto, bien viene recordar que el concepto “terrorismo”, viene del terror, el cual era causado por el Estado francés post revolución al cortar la cabeza a todo lo que sonara a pensamiento “peligroso”, esto causa que su aplicación sea brutal e indiscriminada, porque se presta para vulneraciones a los DDHH (que todos tenemos por el hecho de ser humanos y no admite excepciones en términos generales) y porque estas medidas suelen volverse contra el ideal de justicia que se dice perseguir. Ante lo dicho, deberíamos suponer que ningún país civilizado apuntaría sus expectativas de un debido proceso, a un sistema penal que mate sin miedo al error y a un gran número de delincuentes, generando así una sistematización del terror.
Luego, se debe considerar que cuando los jueces cometen errores, cuestión que ocurre de manera no tan infrecuente, existe la posibilidad de revisar la sentencia cuando hay nuevos antecedentes, los que, en el caso de demostrar el error, o probar la inocencia de una persona privada de libertad, se puede reparar el daño liberándola, pero si la persona fue ejecutada, no existe la posibilidad de revivirla. Por ende es un castigo definitivo, sin posibilidad de enmienda.
Finalmente, es comprensible el dolor que sentimos como sociedad al ver estos casos, y es razonable sentir frustración antes los hechos, y que las ganas de resolver el tema por mano propia surjan, extraño sería si no tuviéramos esa sensibilidad. Sin embargo, el Estado no puede regular estas políticas criminales de manera visceral, basado en sentimientos, se debe hacer de manera estudiada y técnica, puesto que el Estado de Derecho y el debido proceso han sido derechos que nos hemos ganado como sociedad y que nos han costado siglos de desarrollo como civilización el derecho a la vida, establecido en nuestra Constitución, por lo que no puede caerse en la contradicción atentar contra ese derecho institucionalmente. No podemos, si pretendemos seguir avanzando, caer en el discurso de la venganza, aunque la maquillemos de justicia pues, si ante la bestialidad respondemos con salvajismo, nada nos diferenciará al final de aquellos a quienes, con justa razón, hemos llamado monstruos.