Por Camilo Gómez
Columnista noticiaslosrios.cl
El feminismo desde sus orígenes formales de mano de Olympe de Gouges y Mery Wollstonecraft con el surgimiento del Estado moderno ha ido expandiéndose en su fisionomía y alcance a través de las décadas, propiciando una cuestión que – producto de la misma lucha dada por estas mujeres – hoy resulta evidente: la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer, expandido hoy a la equidad de género como una necesidad.
Así, se ha ido plasmando el fenómeno feminista en diversas aristas, desde la batalla por la independencia intelectual, académica y moral librada por la brillante Sor Juana Inés de la Cruz, o la lucha por los derechos civiles y el sufragio que ha tenido representantes prominentes como lo fuera la abogada chilena Elena Caffarena.
Luego, no es de extrañarse que en la medida que el movimiento ha ido logrando avances sustanciales en la dignificación de la mujer, surgen nuevos frentes en los cuales se ha abierto el debate y parte de este proceso es el que acompaña las demandas de los estudiantes movilizados en varias universidades de nuestro país.
Esta vez, el tema obedece a una reivindicación que parece primaria, pero que por lo mismo es esencial. Hablamos del respeto al otro, el reconocimiento de la dignidad humana en términos tan básicos como son comprender lo que significa el consentimiento, asumir que otro ser humano no se convierte en un objeto por el hecho de tener otro sexo y que las posiciones de poder, autoridad o ventaja no dan derecho al hombre para tomar ventajas sexuales sobre la mujer.
El caso de los profesores acusados de violación, abuso o faltas a la ética docente – en el que algunos han sido condenados por la justicia – nos dan cuenta de que es un fenómeno real y más frecuente de lo que nos gustaría reconocer. Debiéndose buena parte a cierta complicidad que como hombres hemos adoptado por una cultura que nos formó en la creencia – errónea, por cierto – de que teníamos una ventaja, o un dominio natural sobre la mujer.
De lo anterior se desprenden clásicos estándares machistas: El hombre que no deja trabajar a su esposa, que le dice cómo vestirse, que controla qué amigos puede o no tener, el que manosea a una mujer en la micro o se refriega contra el cuerpo de jóvenes estudiantes aprovechando los espacios reducidos, el que le grita ordinarieces en la calle a las chicas como si alguien estuviera interesado en su asquerosa opinión. De ahí, hasta cuestiones más violentas, como el “derecho” que asumen algunos de poder tener relaciones sexuales con su pareja aun contra su voluntad (sin darse cuenta de que, eso por definición es una violación); violaciones coordinadas y en grupo como los de la ya tristemente conocida “manada”; hasta llegar a disponer de la vida mujer como hemos visto en los constantes femicidios cuyas cifras son alarmantes.
Todas estas cuestiones son hechos “reales”, no un invento caprichoso de las “feminazis”. Estamos enfrentados a una realidad cuantificable y que ha sido cuantificada, tenemos una brecha salarial cuyos números hablan de a lo menos 20% de diferencia entre hombres y mujeres por el mismo trabajo realizado y con iguales competencias profesionales; hablamos de que el promedio de edad en que las niñas comienzan a sufrir acoso callejero son los 10 años, así lo dejó ver la campaña #MiPrimerAcoso; la tasa de violencia en la pareja, la violencia económica en los hogares y ahora, el tema del acoso (en algunos casos sistemático) en las universidades de nuestro país son prueba más que suficiente para entender por qué cuando el feminismo sostiene las demandas que hoy propone, lo hace con un bagaje de hechos que las respaldan en gran parte.
De esta forma, podemos reparar en que es una cuestión de dignidad, del valor del individuo en cuanto humano, de abandonar una cultura que cosifica a la mujer en funciones domésticas, en la reproducción y crianza de los hijos, en la objetivación sexual. Porque cuestiones como el que la mujer sea libre de trabajar, de tomar anticonceptivos, votar u optar a cargos públicos, todas cosas que hoy damos por naturales y obvias, antes no lo fueron y debieron ser reprimidas, abusadas, y asesinadas en sus demandas hace apenas 100 años, para que llegaran a constituirse en los derechos, de los cuales la llamada lucha contra la “cultura de violación” es solo otra arista.
Al final, como hombres, que como el pez que no sabe que vive en el agua pues experimenta su presencia con la naturalidad de la cultura imperante, no nos queda sino ser respetuosos de lo que se señala, discutiendo, pues la opinión es algo valioso y relevante sobre temas cuestionables del movimiento como algunas desafortunadas declaraciones sobre debido proceso o la presunción de inocencia, pero con altura de miras, sin generalizaciones vagas, sin descalificaciones innecesarias, con la madurez que a nuestra sociedad le hace falta. Luego si alguna vez escucha que “estas niñitas solo buscan llamar la atención”, conteste que tiene razón y llaman la atención sobre una injusticia que es real, que durante ya demasiado tiempo ha sido naturalizada haciéndole mucho daño a la sociedad y nuestras – perdón – a las mujeres.